Denisse Dresser acertó al decir en un tuit publicado hace unos días que no eran tiempos de hilaridad sino de corrección al referirse a la forma en que López Obrador y Hugo López Gatell reían durante la mañanera del 13 de octubre.
En dicha conferencia, presidente y subsecretario hacían sorna de los fuertes cuestionamientos recibidos por el funcionario de Salud y responsable de atención de la pandemia de COVID-19 durante su comparecencia en el Senado el día previo, y donde no pocos vimos viralizarse en redes sociales la intervención de la senadora panista Lilly Téllez.
Con el lenguaje habitual del ejecutivo, se buscó minimizar la cifra de fallecidos y contagiados haciendo hincapié en que quienes exponían la ineficacia del gobierno eran ese grupo de “corruptos que añoraban el regreso a los privilegios del pasado” y que, en lugar de cuestionar al poder, deberían estar ya pidiendo disculpas por fustigar a López Gatell durante dicha cita con senadores.
Al margen de cuestionar la retórica presidencial o de hablar de los fatales efectos del modelo centinela que impulsó esta administración y que ha costado la vida ya a poco más de 84 mil mexicanos, creo relevante y oportuno hablar de la empatía que este gobierno no está mostrando y los efectos que la falta de esta generan en el debate público nacional.
Pues la hilaridad es un recurso que acompaña al acorralado, o peor aún, al cínico. Y si bien creo que la administración federal no puede ni debe darse el lujo de entrar en un callejón sin salida apenas en su segundo año de gobierno, tampoco creo que burlarse o exigir disculpas de una oposición que demanda resultados sea un recurso sostenible por mucho tiempo, pues esa mofa del otro abona a la crispación social que destruye el diálogo político básico que cualquier consenso de país requiere.
Y es en esa hilaridad insensible donde se siembran las radicalizaciones que continuarán dinamitando la concordia política en el largo plazo. Es la risa, la sorna, la burla construida desde ciertas figuras del ejecutivo donde se está fundando el tono con el que los adversarios pagarán dentro de un tiempo.
Y dicho desencuentro extinguirá la posibilidad de hacer avances fundamentales para el país, pues se ha comenzado a fundar la lógica de la revancha a costa de la devastación de lo logrado por los otros.
Con esta moneda de cambio tan pobre, el país ha vivido sus peores convulsiones e inestabilidades, ya sea durante el conflicto entre liberales y conservadores de mediados del siglo XIX, en las subsecuentes revoluciones mexicanas tras la primera de 1910 o ahora mismo.
La hilaridad ha demostrado conducir o al conflicto perenne o, cuando menos, al modelo autoritario, donde quien ha sido acorralado se aferra al poder y busca consolidarlo a fin de sobreponerse y derrotar a sus rivales.
Por eso, la hilaridad del presidente y subsecretario no hace país y no hace futuro.
No festejemos el encono, mucho menos la tentación autoritaria. Abonemos a favor de un escenario de corrección oportuna y de resultados plausibles que reconstruyan desde su fundamento el diálogo político de altura que merecemos.